Covid-19. Le pusimos nombre de leche.

Y no la vimos llegar.

Dejamos de leer a Dickens y llegó el peor de los tiempos. Malos años para la honradez, los mejores para los malvados. Lo advirtió el ladrillo que explotó en las narices de los ambiciosos pero sólo acabó con las aspiraciones del hombre pobre. Entonces era posible la convivencia de un feminismo exacerbado y la de un machismo facha que había sustituido el olor a naftalina por el de coche nuevo en el imaginario de una juventud hedonista. Nos lo permitíamos todo y no permitíamos nada. La moral dividía al mundo y a ella misma en dos: la de «los míos» y la de «los otros». No había espacio para «los demás». Como a nadie se le permitía vivir ni opinar más allá de dogmas, todo eran medianías verticales. Oscuridad.

Cuando el virus fue detectado, el sentido de la consecuencia ya era asunto del pasado y con él cualquier atisbo de gallardía para afrontar el presente. Eso propiciaba que en la capital hubieran vivido un padre y un hijo insólitos por ser ambos reyes en activo de un mismo país. Abdicar, dimitir, ceder no eran verbos que practicaran las gentes del momento, más dadas a eufemismos eméritos. La Moncloa era una vivienda en multipropiedad, un correcalles de familias que ya no tenían tiempo de cambiar las cortinas antes de marcharse precipitadamente. El próximo presidente efímero de aquel Congreso en disolución constante, el panadero de la esquina, todos aireaban sus miserias para aferrarse a sus riquezas, aunque fueran escasas. Lo que los trasnochados líderes comunistas conquistaban alardeando en la televisión, lo perdían en metros cuadrados. Si el jefe de la rancia derecha podía vivir en un chalé a las afueras, ¿por qué no ellos? Tres noticias más tarde desahuciaban a las ancianas por las deudas de los nietos. El presente era una ilusión que pendía de una cuerda hecha jirones a la que llamábamos futuro. Y un día que nunca supimos con certeza, un virus se anudó a sus hebras. Covid-19. Le pusimos nombre de leche. Y no la vimos venir.

En dos meses las terrazas de los bares estaban de nuevo llenas. La receta para salvar la economía, lo llamaron. A su lado la salud era para nosotros algo banal, como lo eran el arte, la intelectualidad, la literatura, el humor o la ciencia. Lo importante era viajar. Sin Víctor Hugo.

La televisión seguía siendo el espejo en el que se miraba la sociedad de aquellos tiempos, tan llena de luz y de color que nadie era capaz de ver con claridad. Los políticos compartían horario —y a menudo espacio—, con los famosos del papel cuché sobre los que periodistas iracundos y parciales dispensaban horas de carnaza que los ciudadanos engullían en la clandestinidad. Quien no tragaba se refugiaba en las redes sociales como antaño lo hacían en las capillas o en las bibliotecas. Allí uno podía declarar que el zigzag era el camino más recto y encontrar a dos mil fieles que le vitoreasen. Al día siguiente cuatro mil personas caminaban de acera en acera, convencidos de sus principios, e insultaban a los disidentes y conspiradores de la línea recta. Cualquiera podía tener una frondosa melena y sentirse calvo sin los seguidores suficientes que la refrendaran con un clic. El clic —o el tap— era el verdadero rey. El like, el fav, el share o el retuit eran las nuevas drogas duras. Su ausencia, la depresión.

Hoy, sesenta años después, nos preguntamos qué nos faltó por aprender mientras seguimos echando de menos aquellos vuelos internacionales por aburrimiento y a precio de viaje en bus. No aprendimos nada. Era demasiado tarde. Ni siquiera fuimos capaces de quedarnos en casa y ahora vivimos bajo tierra. Unos metros más abajo de las penumbras. Respiramos nuestro propio e infecto vaho en los huecos que dejó la tierra que escarbamos. Fue lo último que el planeta nos permitió robarle. No a todos. Fuera ha brotado un mundo nuevo. Hay tantos animales que ni siquiera somos capaces de recordar sus nombres. El cemento se cubrió de un precioso y colorido manto verde. Entre las grietas de nuestras miserias floreció la vida.

Aquí abajo cada pocos meses el virus rebrota para llevarse las ilusiones y a una parte de nuestras familias. Las vacunas sólo sirven durante unos meses y no todos podemos conseguirlas. Es como si se empeñara en recordarnos que un día, cegados por la luz y los colores que desprendía nuestra banalidad, elegimos la oscuridad.

Y oscuridad tenemos.