Andrés Cardenete

Scrip·tor (n.)

SOBRE MÍ

En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.

Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras. 

Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.

Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.

Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.

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RELATOS »

La trampa

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Esta mañana escribí un relato de ciencia ficción. Para ello creé un personaje al que llamé Charlotte, que es astronauta. El relato termina cuando Charlotte queda enjaulada en un bucle temporal infinito de medio segundo. Para mis intereses, es decir, los del escritor,...

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2048. Un relato de terror.

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Covid-19. Le pusimos nombre de leche. Y no la vimos llegar. Dejamos de leer a Dickens y llegó el peor de los tiempos. Malos años para la honradez, los mejores para los malvados. Lo advirtió el ladrillo que explotó en las narices de los ambiciosos pero sólo acabó con...

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Un crimen y otros milagros navideños

Un crimen y otros milagros navideños

Sería la última vez que los seis comensales disfrutasen de su tradicional encuentro nocturno. Por obra de un macabro plan, el anfitrión y la anfitriona, la hija, la socia y su marido, y el cocinero -al que sólo se le permitía sentarse a la mesa el 31 de octubre- no volverían a verse jamás. La […]

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CUENTOGRAFÍAS »

Pies

Pies

Todos los pies de bebé son iguales. Puedes pensar que es así, que cualquier pie es un pie cualquiera. Más aún si eres el bebé de la foto, que aún no ha puesto un pie en la tierra. Es el paso del tiempo, piensas, de nuestro caminar aquí y allá, lo que va diferenciando...

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Satélites y empotradores

Satélites y empotradores

“Me encantan las mujeres bonitas automáticamente. Las veo y las comienzo a besar. Cuando eres una celebridad te dejan hacer lo que quieras. Puedes agarrarlas por el c0ño”. La frase la pronunció Donald Trump. Tres meses después fue elegido presidente de los Estados...

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Irremediablemente tuyo

Irremediablemente tuyo

Pequeño Andrés: Te escribo desde el futuro. A medio camino entre el intento de madurito sexi que eres y el viejo verde que algún día (qué remedio) tendremos que llegar a ser. Hoy, en 2023, cumplimos 42 años, así que aparta toda esa horrible ansiedad que te...

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Una justa acusación

Una justa acusación

La frase de la fotografía podría ser, sin contexto y con el gran mercado que hoy es el mundo, cualquier cosa. Así, sin más información, sólo podemos deducir que la escribió alguien que estaba molesto y que manejaba mejor el inglés que el modo imperativo del...

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COLUMNAS DE OPNIÓN »

El periodismo, cuestión de dogma

Supongo que hubo un tiempo de golpes sobre máquinas de escribir, botellas de whisky en los cajones y colmillos afilados. De olor a humo y a cuerpos sucios en camisas de días desdoblados. De gente astuta y con pluma original. Más o menos sutil, pero original. Me han contado que ir a una redacción y tratar ésto o aquello con los que golpeaban las teclas daba pavor. Que uno no sabía si estaba empeorando o no las cosas mientras les hablabas y te miraban entre el humo del tabaco cómo preguntándose quién narices eras tú para poner en duda lo que habían escrito de ti. En algún momento ─esto también lo supongo─ debías dudar de cuánto sobre ti sabían. Tal vez más que tú mismo. He leído que se equivocaban o podían equivocarlos ─eso siempre pasó─, pero que jamás mentían ni daban un paso en falso. Había quién manipulaba, claro, siempre los hubo, pero también había reglas: lo hacían por beneficio personal o por el de la profesión. No había terceros. No dependían de nadie. Periodistas que vivían en la trinchera. Cada cuál no poseía más patrimonio que su firma. Su nombre escrito junto al artículo. Luego llegaron otros tiempos. Tiempos que venían rodando desde años antes de que yo empezara en la profesión, pero que viví. Me licencié y empecé escribiendo para un periódico en el que lo primero que me dijeron fue que los artículos se publicarían sin la firma del periodista. Aquello me dolió más que el hecho de tener que darme de alta en autónomos para trabajar por cuenta ajena. Pero tragué. Y así viví. Así vivimos, tragando. Ni rastro de aquellos que supuse, de aquello que me contaron, de lo que leí. Todo parecía vencido por el argumento de que las cosas son así. Que el que paga mal, sabe. Que, en ciertas ocasiones, es mejor no molestar que contar. Al igual que el ordenador ocupó el lugar de la Olivetti, supongo que los colmillos afilados y el respeto a la profesión fueron sustituidos en algún momento por lo que quiera que venga cuando te pierdes el respeto. Cuando yo...

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Un poco gilipollas

Es raro, pero el otro día me confundieron con Andrés Cardenete. Yo estaba comprando agua en el supermercado y la cajera me contó que me parecía muchísimo a un periodista que trabajó en la radio de su pueblo, Linares. “El periodista”, continuó, “se llama Andrés Cardenete”. Iba a sacarla de su error y a decirle que yo era la persona a la que se refería, pues me llamo Andrés Cardenete, soy de Linares y trabajé más de diez años en la SER; pero, antes de que pudiera hablar, la mujer concluyó con un: “era un poco gilipollas”. Así que me di cuenta de que ese tal Andrés Cardenete no podía ser yo. Definitivamente me había confundido con otro. Así que pagué y me fui, no sin cierta sensación de huída. Di algunas vueltas en la cama aquella noche. Me preocupaba que hubiese alguien por ahí haciéndome quedar mal. Tal vez, además de la cajera, más personas me confundían con ese otro Andrés Cardenete que era “un poco gilipollas”. Finalmente caí rendido, con cierta sensación febril. Soñé que iba por una enorme calle llena de cientos —tal vez miles— de versiones de mí mismo. Todos esos Andrés Cardenete tenían un aspecto físico idéntico al mío, pero al verlos, no sé cómo, podía identificar a los que eran más o menos gilip0IIas; pero también más o menos alocados, más o menos sensatos, más o menos bondadosos, más o menos divertidos. Tras mucho buscar y preguntarme a mí mismo, logré dar con el Andrés Cardenete que era “un poco gilipollas”. —Me confunden contigo, ¿podrías dejar de ser así? —le pregunté.—¿Así cómo? —contestó con mi mismo timbre y tono de voz, pero con unos aires un poco gilipollas.— Así de gilipollas.— ¿Y quién no lo es? ¿No lo somos todos a veces? ¿Acaso tú no lo eres? En ese instante me di cuenta de que no estaba soñando, sino despierto frente al espejo de mi dormitorio. Habrá que aceptar que allá en otras mentes existen versiones de uno mismo que los demás fabrican tal y como nos ven y nos piensan. Otros Andreses Cardenete que otros sí conocen, aunque yo no tenga el...

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Sólo un espejismo

Este verano se ha puesto de moda entre los ciudadanos de la clase media subirse un rato a un barco y hacerse fotos de los pies en la proa. Digo subirse un rato porque el barco lo alquilarán, supongo.. Me pasa con la clase media que la confundo con la trabajadora. Yo me veo a mí mismo enseñando en el aula o a un electricista tirando cable o a un ‘personal shopper’ asesorando y sé que somos clase trabajadora porque si no enseño, no tiran cable y no asesoran, no podemos pagar la luz, el agua, el colegio de los niños ni los barcos en verano para fotografiarnos los pies. Caemos en lo que ahora llaman “márgenes de la pobreza”. Sea lo que eso sea. Siempre que pienso en esto, me acuerdo de una cosa muy macabra que pasa con los canarios condenados a vivir en jaulas. O tal vez sea con los periquitos. O con ambos, vete a saber. Se trata de limpiar conciencias introduciendo un espejo en su jaula. De esta manera, el canario —o el periquito, tal vez— al verse en el espejo y cantarse a sí mismo se siente menos solo porque cree que otro de su especie le acompaña. Ignoro si funciona como ignoro el nivel de conciencia que tienen las aves; pero sí puedo calcular la de sus carceleros. Cuando yo era niño, y menos consciente, tuvimos uno en casa, con su espejo y todo. Pero de nada sirvió. Acabó abriendo los barrotes de su prisión y escapando. Me alegro por él. Siempre sospeché que antes de ese último canto a la libertad debió de descubrir que su compañero de jaula era tan sólo un reflejo de sí mismo. Un espejismo. Suelo pensar mucho en Cuqui —que así se llamaba el canario o el periquito— cuando veo en Instagram las fotos de los pies. Ignoro si cuando un trabajador se ve reflejado en el mar desde la proa de un barco lo que ve es un ciudadano de clase media. O sólo un espejismo. En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto. Cuando calzaba...

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Cuestión de espacio-tiempo

Ahora que ya ha pasado os lo cuento.Mi inquina con la Semana Santa es una cuestión de tiempo. A mí ser penitente me descuadró la vida. Resulta que yo hasta los diecisiete pasé cada tarde de Domingo de Ramos de procesión en la calle, no porque nadie me preguntara si me apetecía, sino porque mi familia estaba metida hasta las trancas en una Cofradía. Estar de procesión es un eufemismo para decir “estar quieto hasta el tedio”, porque nada en la vida avanza más lento que un Cristo. Da igual que sea llevado por ruedas o por costaleros. Nuestro paso titular representaba la última cena, con Jesús y sus doce apóstoles a escala real. Recuerdo que un día aproveché que los adultos estaban entretenidos con sus cosas para subirme al trono y tomarme mi bocadillo de mortadela sentado a la mesa junto a San Mateo. Fue una velada de lo más amena. Menos mal que me fui antes de que llegasen los romanos.El caso es que ese trono pesa siete toneladas y se desplaza a ruedas sobre el chasis de un cañón antiaéreo de la guerra (percíbase la paradoja). Da igual. Aunque no haya costaleros, la procesión no avanzaba. Tres pasos y un buen rato parados. Otros cuatro y quietos, de nuevo. Dos y a esperar. Seis pasos, parece que sí, pues no, ya está la campanita del fiscal parándote. Un recorrido que podrías hacer en 25 minutos se extiende hasta las cinco o seis horas de marcha, por llamarlo de algún modo. Un día esculpieron una virgen y ya sí había costaleros. Más pausa. Imaginen los Domingos de Ramos que he pasado yo viendo cómo el Universo avanzaba en las aceras, mientras mi vida estaba pausada en la calzada. Eso me ha provocado un retraso temporal del que nunca he salido. La vida avanzó mucho mientras yo estaba parado bajo mi caperuz.Por eso cuando me preguntan porqué estoy soltero y sin hijos a los 42, o porqué siempre llego tarde, respondo que hice acto de penitencia más veces de las que las leyes del espacio-tiempo permiten. Ahora intento evitar las procesiones, no tengo más minutos que...

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Simulad

Día de Reyes. Me he levantado y no había más regalo que mi jeta dando vueltas por la casa. No hay dolor, era lo previsto. Por eso hace días, y para rellenar el vacío, me compré un equipo de sonido 5.1. Lo probé anoche y resulta que las cosas que tenían que sonar por el altavoz de la derecha, sonaban por todos los altavoces; y lo mismo con el resto. Cuando leí las instrucciones me enteré de que en realidad prometían un Dolby Surround simulado. Simulado, ojo. Hay que tener la cara mas dura que las pezuñas del camello de Baltasar. El caso es que me acosté tarde y decepcionado, pero las ánimas benditas, o más bien la otitis con la que lidio desde hace semana y media, decidieron despertarme a las nueve y media de la mañana. Me sorprendió un mensaje en el móvil que me recordaba que en media hora tenía yo que estar jugando al pádel en una suerte de evento en el que juegas con gente que no conoces, y vas cambiado de pareja (¡sexi!) según ganes o pierdas; de esta manera no sólo mejoro mis torpes habilidades deportivas, también mis escasas habilidades sociales. Allí había una chica que de primeras me hizo tilín, con lo difícil que es que a mí me pase eso. ¿Nos hemos cruzado en algún partido? No. ¿Hemos cruzado nuestras miradas? Pues tampoco. ¿He levantado acaso mi ceja mientras le pasaba un papel con mi teléfono? Pues ya sabéis que no. En cambio, error en Matrix, me encuentro con que voy a tener de compañero a un señor mayor que juega al pádel con un sombrero de cowboy (con cuerdecilla barbillera y todo) y que, además, se llama Homero; ¿qué otro nombre puede tener alguien que juega al pádel a lo John Wayne? Y yo no sé si Homero es el hombre más rápido al sur de Dickensy Way, Arizona, pero jugando al pádel no da una. ¿Por qué os cuento todo esto? Pues no lo sé. Supongo que quería contaros que la vida, como mi Homecinema, se os puede convertir un viernes por la mañana cualquiera en una jodida simulación: Matrix se hace la picha un lío y acabas jugando al pádel con John Wayne....

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Moscas

Asistía desde mi sofá al penúltimo esperpento político cuando una mosca cualquiera se me pasó por la cabeza. La mosca, ya sea aquella u otra, vive poco más que un verano. O que un período electoral. El frío del otoño suele sorprenderla como la luna sorprende al sol cuando, caprichosa, se asoma al cielo en la claridad de la tarde. Con la diferencia de que para ella –la mosca, digo– el susto la deja boca arriba, sobre el mueble del televisor y con las patas estiradas hacia el techo. Vivir sólo un verano. Eso parece muy triste. La mosca parece desilusionada la mayor parte del tiempo. Vuela por aquí, va para allá y, cuando menos te lo esperas, está allí. Siempre buscando una excusa con la que dar por bueno su verano. Es cierto que a veces encuentra algo que la ilusiona. Un excremento, las sobras de pella del domingo, un trozo de pimiento en la encimera. Por fin su vida parece tener un sentido. Pero la magia pimiento-mosca desaparece en menos de un minuto y ella vuelve a su natural estado de búsqueda de ilusiones. Y cuando uno busca constantemente ilusiones es que está desilusionado. Cualquiera puede pensar que eso es muy triste. O no. Leí un estudio que dice que cada especie percibe el tiempo –entendido éste como la velocidad a la que transcurre la vida a nuestro alrededor– a un ritmo distinto. Precisamente, los científicos ponen a la mosca como ejemplo. La mosca ve nuestra vida pasar a cámara lenta. Todo sucede despacio. En una misma unidad de tiempo sus ojos perciben más información que la que pueden percibir los míos o los de usted mismo. Esto se debe a que los cerebros de mosca son capaces de procesar el movimiento a escalas más finas de tiempo que los nuestros. Por eso es tan difícil atraparlas. La corta vida de las moscas, por tanto, es una trampa. Un verano con nuestra percepción podría ser casi una vida humana para ellas. Los segundos de humano que pasa desilusionada sobre los restos de paella son horas para el insecto. Dios –independientemente de lo que cada...

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SOBRE MÍ

En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.

Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras. 

Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.

Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.

Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.

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