Descubrió que podía escribir. Aunque confundiera las uves con las bes o las ubes con las ves, o no tildara bien las palábras, sólo necesitaba un lápiz y un papel para poder escribir. Y así hizo.
Al poco de empezar también descubrió que escribir le hacía sentirse como una diosa. Con unos trazos sobre el papel podía crear. Crear vidas simples y complejas. Crear historias de misterio. Crear personas que fueran héroes o villanos. Y también podía destruir vidas, misterios y personas con una sola frase. Escribir le hacía poderosa.
Escribiendo podía matar al vecino ruidoso sin que la policía tuviera la más mínima sospecha del asesinato. Sobre el papel, era el crimen perfecto.
Dicen que quiso escribirse un amor verdadero, pero que todo fueron borrones, párrafos inacabados y papeles arrugados en la basura. Se conformó con encuentros pasajeros bosquejados en una libreta, hasta que de verdad se sintió inspirada y escribió su propia gran historia de amor. Comenzaba en un parque cubierto por un bello y crujiente manto de hojas caídas. Pensó que iba a ser un precioso romance otoñal.
En otra ocasión escribió su propia necrológica y la mandó al periódico sólo para saber lo que se sentía estando muerta. Se dio cuenta de que un muerto no puede escribir, así que, para solucionarlo, una semana después de su entierro escribió en un papel que había resucitado.
Aunque escribía sola, pensaba que no había mejor compañía.
Cierto día, mientras escribía sobre escribir, se dio cuenta de que había otra persona que escribía sobre ella. Descubrió que su existencia estaba próxima al fin, pues ella era un simple relato de verano, de esos que salpican los suplementos estivales del periódico para que la gente se entretenga bajo la sombrilla.
Imploró que no la mataran. Suplicó que la dejaran vivir el otoño. Pero nadie publica relatos de verano en octubre. Si acaso, romances otoñales.
Por ser benévolos, simplemente escribiremos que dejó de escribir.