Capitanes de biblioteca

por | May 16, 2016 | Columnas

No se imaginan las aventuras que pueden ocurrir en mi estantería. Philip Pirrip, erguido sobre sus toscas botas, nos hacía reír al recordar el curioso incidente ocurrido cuando su cuñado y amigo Joe Gargery intentó aparentar modales de alta alcurnia mientras era delatado, una y otra vez, por un sombrero que parecía tener vida propia entre sus manos. Era tan graciosa su manera de contarlo y los aspavientos que utilizaba que hasta el experimentado capitán Marlow, que había conocido el horror durante su reciente travesía por África, no pudo evitar la carcajada. A excepción de Haddock –él es de otra cuerda–, los capitanes que conozco suelen ser así,  bastante serios y poco propicios a la sonrisa. Diego Alatriste y Tenorio, por ejemplo, no puede esbozar más que media. Un día de estos tengo que volver a quedar con él.

El caso es que allí estaba Pip, contándonos el pasaje de Joe y su sombrero, cuando nos asaltó la voz de Long John Silver en plena discusión con Sandokán por el amor de Ana Karenina. Alonso Quijano quiso interceder pero, como quiera que a menudo se le va la olla, confundió al capitán Flint con un dragón, se lanzó hacia el pájaro con su lanza y el guirigay que se armó fue tremendo. Jean Valjean logró establecer un cierto orden, pero los nervios no se apaciguaron del todo hasta que Sherlock, en el habitual y excesivo alarde de sus cualidades, reveló que aquella chica no era Karenina, sino su asesina Milady de Winter que se hacía pasar por aquella.  Al comisario Montalbano nunca le gustó la ortodoxia del Doctor Watson así que, tras leer las notas de éste, requirió la opinión del camaleónico Dantés para descubrir si tras esos ojos azules había realmente una homicida disfrazada.

Me hubiera encantado saber cómo acabó aquella historia, pero las ensoñaciones provocadas por un trozo de magdalena empapado en té me transportaron a otro lugar. En cualquier caso, lo más sorprendente es que esta improvisada aventura ocurriera en los casi 24 centímetros que mide una de las baldas de mi biblioteca. Imaginen lo que pueden ustedes encontrar en la librería de la esquina.

*Todos los personajes de esta entrada lo son también de la literatura.
– Philip Phirrip (Pip) y Joe Gargery: Grandes Esperanzas, Dickens.
– Capitán Marlow: El Corazón de las Tinieblas (entre otros), Conrad.
– Haddok: Las Aventuras de Tintín, Hergé.
– Diego Alatriste y Tenorio: El Capitán Alatriste, Pérez-Reverte.
– Long John Silver y el capitán Flint: La Isla del Tesoro, Stevenson.
– Sandokán: Los Tigres de Mompracem (entre otros), Salgari.
– Ana Karenina: Ana Karenina, Tolstoi.
– Alonso Quijano: Don Quijote de la Mancha, Cervantes.
– Jean Valjean: Los Miserables, Víctor Hugo.
– Sherlock y Watson: Las Aventuras de Sherlock Holmes, Doyle.
– Milady de Winter: Los Tres Mosqueteros, Dumas.
– Comisario Montalbano: La Forma del Agua (entre otros), Camilleri.
– Dantés: El Conde de Montecristo, Dumas.
– La magdalena de Proust: En Busca del Tiempo Perdido, Proust.

SOBRE MÍ

SOBRE MÍ

En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.

Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.

Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.

Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.

Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.

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