Si sólo viéramos la mitad izquierda de esta fotografía tomada en el Hospital Costa del Sol, usted y yo podríamos reconocer la habitación como una UCI normal y corriente. Enfermeros tras el monitor pendientes de las constantes vitales de sus pacientes, recipientes de jabón desinfectante para manos bajo el dispensador de toallitas e, incluso, un pequeño cartel verde de esos que nos indican por dónde hay que salir. Es la mitad derecha de la imagen la que nos trastoca, la que no nos cuadra. La que nos inquieta a usted y a mí. Hay mitades que nunca deberían formar un mismo conjunto. Se llama UCI para neonatos y es el lugar al que van los recién nacidos con problemas graves de salud. Hay palabras que no deberían pertenecer a la misma composición gramatical.

Conozco a personas que aseguran vivir con el conocimiento de que la vida es sólo el alimento de la muerte, pero yo soy de los que piensan que no es justo que percibamos esa realidad antes de reconocernos viejos. Independientemente del momento en el que cada cual quiera asumir que ya lo es. Por eso, cuando nos sobreviene un imprevisto demasiado tempranero, clamamos contra Dios –o contra lo que usted considere que es dios– preguntando qué hemos hecho para merecerlo. Esa es otra de las cosas que dificultan la digestión visual de esta fotografía: Nadie que sólo acabe de nacer ha podido hacer nada, ni bueno ni malo, para merecerse acabar –o, mejor dicho, empezar– en una UCI. La realidad es puñetera.

La enfermera que está de pie, y que podríamos deducir que está embarazada, coloca el brazo sobre su barriga, como si quisiera proteger al que está por venir del lado opuesto de la sala. Hasta los pijamitas sobre el mostrador parecen querer salir de allí y se escurren en su huida hacia la papelera, adoptando una pose que les hace parecer sacados de un cuadro de Dalí. A la derecha, en primer término, está Callum, tal y como reza el cartelito bajo su cuna y, junto a él, los demás neonatos. Hay monitores en los que uno puede seguir sus ritmos cardiacos, sus tensiones y sus respiraciones. Lo más triste, tal vez, son las sillas vacías. En cada una de ellas debería haber una madre. Llegarán a la hora de comer, supongo, para amamantar de esperanza a sus hijos. La madre de Callum se ha llevado un reposapiés que espera bajo su silla, pues en ciertas situaciones es mejor no tener demasiado tiempo los pies en la tierra. La puerta del fondo está abierta. Espero que los últimos padres que salieron de allí lo hicieran con tanta alegría y precipitación que se olvidaran de cerrarla. Y es que, no nos engañemos, el objeto más valioso de esta sala es el pequeño cartel verde de la izquierda.

Fotografía por cortesía de Álvaro Jiménez Garrido