Supongo que hubo un tiempo de golpes sobre máquinas de escribir, botellas de whisky en los cajones y colmillos afilados. De olor a humo y a cuerpos sucios en camisas de días desdoblados. De gente astuta y con pluma original. Más o menos sutil, pero original. Me han contado que ir a una redacción y tratar ésto o aquello con los que golpeaban las teclas daba pavor. Que uno no sabía si estaba empeorando o no las cosas mientras les hablabas y te miraban entre el humo del tabaco cómo preguntándose quién narices eras tú para poner en duda lo que habían escrito de ti. En algún momento ─esto también lo supongo─ debías dudar de cuánto sobre ti sabían. Tal vez más que tú mismo. He leído que se equivocaban o podían equivocarlos ─eso siempre pasó─, pero que jamás mentían ni daban un paso en falso. Había quién manipulaba, claro, siempre los hubo, pero también había reglas: lo hacían por beneficio personal o por el de la profesión. No había terceros. No dependían de nadie. Periodistas que vivían en la trinchera. Cada cuál no poseía más patrimonio que su firma. Su nombre escrito junto al artículo.

Luego llegaron otros tiempos. Tiempos que venían rodando desde años antes de que yo empezara en la profesión, pero que viví. Me licencié y empecé escribiendo para un periódico en el que lo primero que me dijeron fue que los artículos se publicarían sin la firma del periodista. Aquello me dolió más que el hecho de tener que darme de alta en autónomos para trabajar por cuenta ajena. Pero tragué. Y así viví. Así vivimos, tragando. Ni rastro de aquellos que supuse, de aquello que me contaron, de lo que leí. Todo parecía vencido por el argumento de que las cosas son así. Que el que paga mal, sabe. Que, en ciertas ocasiones, es mejor no molestar que contar. Al igual que el ordenador ocupó el lugar de la Olivetti, supongo que los colmillos afilados y el respeto a la profesión fueron sustituidos en algún momento por lo que quiera que venga cuando te pierdes el respeto. Cuando yo llegué nada de eso quedaba allí. Se había asumido la transición que va del periodismo a las empresas de comunicación.

Igual aquellos periodistas de raza que hoy no encuentro se dejaron vender. Tal vez hartos de todo o tal vez hartos de todos. O a lo mejor nunca existieron. Lo peor es que quizás no haya culpables, que, si el periodismo es servicio público, tenemos el que nos merecemos. No se confundan, hablo de medios, porque hay periodistas buenos. Muy buenos. Pero esos medios son hoy una montaña muy grande para el periodismo. Esto se convirtió en un negocio, dependió demasiado de los ingresos, quiso crecer para ser más. Y se pagó. En algún momento de todo eso, se acabó dependiendo de empresarios que a su vez dependían de la palmada en la espalda de las instituciones públicas, cuando no de su aportación económica. Periodistas dirigidos por empresarios. Empresarios que viven bajo la falda de sus políticos. Si querías tener mando debías dejar claro que tus virtudes con la pluma estaban a la altura de tus aptitudes con la calculadora. O viceversa.

Esa fue la derrota de la profesión que, sin embargo, fue asumida de forma natural. Medios que, como las biblias, son sólo aptos para sus creyentes. Que cuentan lo mismo pero de diferente forma. Redactados y programados según lo que su público quiere ─espera─ que le cuenten. Un periódico para cada lector. Una radio para cada oyente. Pasen y sírvanse, están como en su casa. Hasta pasada la información local, regional y nacional nuestro prisma no les incomodará. En el caso de que lo hagamos, tendremos tacto. No encontrarán nada que les disguste. Para eso está la competencia.

Las cosas se ponen interesantes ahora. Ya saben, las nuevas tecnologías. Un varapalo para el periodismo. Quizás el último. La gente vive en las redes sociales y ese es un mundo fácil para la mentira. Uno lee los titulares más escandalosos provenientes de cabeceras tan variadas como difusas. Y se comparten, extendiéndose de unos a otros en contacto digital. Virales, lo llaman. Y no es para menos. Hay tantas webs de información ─perdonen que me ría─ que es imposible cuantificarlas, imposible saber sus intereses, su procedencia, su credo. La gente cliquea y lee. Los incautos caen en la trampa. Los lúcidos ya dejaron de creer.

Un informativo nacional cuenta que uno de aquellos violentos que reventó la manifestación pacífica del 22M llevaba una muleta convertida en una suerte de espada camuflada. Flipo. Leo en un blog anarquista que no conozco, pero al que llego a través de un tuit, que es mentira, que esa muleta fue requisada en una operación mucho anterior. Hay fotos que dicen demostrarlo. Pero esa fuente no es tan fiable para mí como la anterior. No me la creo. Luego veo que El País confirma que el policía que mostraba las fotos de la muleta, en aquel informativo nacional en el que creí, estaba mintiendo y que, efectivamente, no fue portada por nadie ni requisada. Al menos no en esa manifestación. Me cabreo. Recuerdo la foto de Hugo Chaves, el lío con la tarjeta de Mondragón y el 11M. Me pregunto si en esto se puede emular al San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno. Pero no, ni siquiera podemos vender una vida mejor. Y me convierto en agnóstico.