El vencecanguelos
Aquel día yo seguía siendo un niño bueno, como cualquiera que tuviera la edad para cursar 3º de EGB. Sin embargo, alguna trastada inocente tuve que hacer para que la seño Anamari me expulsara de clase y me mandara castigado a la biblioteca. Había algunos profesores que siempre nos amenazaban con eso. “Como sigas así te mando a la biblioteca”, decían. Así, en el imaginario colectivo de mi clase, todos pensábamos que ir a la biblioteca era como adentrarse en el averno.
Salí de clase como quien se dirige al patíbulo y, mientras atravesaba filas de pupitres, sentí en mi nuca las miradas inquietas de Jacobo, Pablo, Ana, Raúl, y el resto de amigos de curso que, quién sabe, imaginaban que jamás volverían a verme. Incluso mi primo Monty, que siempre se sentaba el último, me dijo entre dientes “huye”. Pero, ¿a dónde iba a ir? Tenía que afrontar mi incierto destino.
Abrí la puerta de la biblioteca con ganas de llorar y me senté en una de las grandes mesas a la espera de que un verdugo entrara en cualquier momento y me dijera “te toca”. Pero pasaban los minutos y no entraba nadie. Desvanecido el susto me puse a explorar las estanterías y me topé con este libro de El Barco de Vapor: ‘Aniceto, el vencecanguelos’. El tiempo pasó volando a través de las múltiples aventuras de Aniceto y sus amigos. Con él empezó todo: Tintín, Mortadelo y Filemón, La Isla del Tesoro, Las Aventuras de Sherlock Holmes y así hasta el último libro que he leído.
La seño Anamari me enseñó, sin ella pretenderlo, que se pueden vivir aventuras inimaginables sin salir de una habitación.
Jamás volví a portarme bien en sus clases. Lo que sufrió, la pobre.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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