La Navidad agriaba su carácter. Las emociones que propiciaban tal circunstancia eran tan antiguas como la consciencia que tenía de sí mismo. Aunque los motivos eran evidentes para los que conocían su biografía, él no entendía cómo los demás no compartían su desprecio por los abetos coronados por estrellas o los muestrarios de belenes. La Navidad lo encerraba en su coraza y le convertía en una persona silenciosa. Su pareja había aprendido a comprenderlo con los años. A volverse también silenciosa en Navidad. Tal sacrificio la llevó a cantar villancicos lejos de él.

El homicidio de la Navidad en pareja requería de cierto ritual. Todos los 24 de diciembre por la tarde, mientras ella se arreglaba, él abandonaba la casa y no volvía hasta el alba. Se encerraba en uno de esos bares que abren en Nochebuena a las almas solitarias. Como se sabe que los cacos no desaprovechan las reuniones familiares para asaltar viviendas vacías, unos años antes había instalado en la entrada de su hogar una cámara de seguridad que estaba conectada a su teléfono móvil. A veces pensaba en instalar otra frente a la chimenea para darle una paliza a Santa Claus si se atrevía a colarse por ella, pues odiar la Navidad no exime de una mente fantasiosa.

No todos los clientes del bar de las almas solitarias compartían ese sentimiento. Aunque por respeto a los cinco o seis Scrooges que allí se citaban existía un acuerdo no pactado que evitaba cualquier referencia al entrañable espíritu, otra media docena de clientes estaba allí porque no tenía más compañía. Todos bebían, jugaban a las cartas y bromeaban. Muchos no se habían vuelto a ver desde la nochebuena anterior y aprovechaban para ponerse al día. Cuando echaban en falta a alguien, lo daban por fallecido. Y era tal la forma en que bebían, jugaban, bromeaban, confesaban y honraban a los muertos que, aunque dentro no quisieran reparar en ello, cualquiera que presenciase la escena desde fuera advertiría un inequívoco tufillo navideño.

A las nueve de la noche sintió una leve vibración en su pierna derecha. En lugar de un mensaje lleno de emoticonos adornados de nieve encontró una alerta de la cámara de seguridad. Se conectó con urgencia y contempló la imagen en blanco y negro de la entrada de su casa vacía y ordenada. Dedujo que era una falsa alarma y se desconectó. Justo un instante después una extraña sombra volvió a atravesar la entrada de la vivienda.

Daban las doce en punto cuando llegó la siguiente alerta y lo que vio le heló la sangre. Era la figura desgarbada de un hombre de espaldas, inmóvil en medio de la oscuridad de su casa. Tras unos segundos en los que el desconcierto dio paso a la furia, activó el botón que le permitía conectarse al altavoz de la cámara.

—Váyase de mi casa.

La figura se giró y fijó en la cámara unos ojos brillantes por el efecto del visor nocturno. Le pareció alguien familiar, pero no tardó en descubrir que los ademanes con los que la figura se acercaba, el desgarbo y la sarcástica sonrisa no pertenecían a nadie conocido, sino a él mismo. Quedó petrificado.

—¿Quién eres? —preguntó el visitante.

Además de su rostro, su cuerpo y sus gestos, aquella figura poseía también su misma voz.

—Soy el dueño de esa casa.

—Se equivoca.

—No. Vivo allí con mi novia desde hace cuatro años.

—Qué casualidad. Yo también.

Salió a la calle para alejarse del ruido y la confusión. Su intento de respuesta se vio interrumpido por la aparición de otra figura en la escena. Su novia pasó junto a su interlocutor, le dio un cariñoso beso y continuó hacia el salón.

—Disculpe, caballero —dijo el fantasma—, no tengo tiempo que perder. Acabo de disfrutar de una preciosa cena de nochebuena junto a mi pareja, ahora seguiremos bebiendo y cantando. Después vamos a hacer el amor. A ella le encanta la Navidad y tratamos de ser felices. En eso consiste, ¿sabe?

El fantasma desconectó la cámara y todo fue oscuridad.

El susto le llevó de un salto al coche. Por el camino se encontró con niños que cantaban villancicos, parejas ataviadas con gorros de Papá Noel, juegos de sombras sobre la luz de las ventanas que se reencontraban y se recordaban. Había en todos un notable esfuerzo por ser felices; eso que, pensaba, le habían robado en el mismo momento que alguien le abandonó en el orfanato. ¿O tal vez era él mismo quién había decidido renunciar? Suspiró y, en aquella breve bocanada, le visitaron los fantasmas del presente y del pasado, pero no tal y como había leído, sino en la revelación de su mezquina actitud.

Llegó a casa y subió al salón desde el que provenía el sonido del televisor. Se encontró a su novia sentada en el sofá y, junto a este, una mesa para dos perfectamente ordenada, con un par de velas rojas que alumbraban una flor de pascua. Por más que recorrió con la vista la estancia no encontró ningún fantasma parecido a él.

—Has vuelto pronto —dijo ella.

—Creo que no es tarde para celebrar contigo mi primera Navidad.

La sonrisa de la joven iluminó la estancia.

—Hace tres años que yo tampoco la celebro. Cada vez me costaba más estar contenta sin ti. Desde entonces me he arreglado cada nochebuena y he preparado la mesa con la esperanza de que algún día volvieras para cenar conmigo.

Baste decir que rieron, bebieron y cantaron durante toda la noche, hasta que el alba les sorprendió mientras hacían el amor. Sólo cuando el silencio se hubo adueñado del dormitorio ella preguntó por qué el cambio de actitud. Contestó que había comprendido en qué consistía realmente el espíritu navideño. No se atrevió a contarle, sin embargo, que aquella noche, a través de la cámara de seguridad que jamás volvió a necesitar, había estado hablando con su propia conciencia. O tal vez con Dickens.