Otro mundo
No hace falta saber de física cuántica para descubrir otros universos. El libro que sostengo entre mis manos me habla de hombres valientes que yo no soy, por los cascos Bob Marley canta «Jamming». La suave brisa refresca el ambiente. El mar acaricia los pies de una pareja que, a unos veinte metros, decora de besos el paisaje. Deportistas que corren sobre la arena, padres que juegan a construir castillos con sus hijos y palmeras que se escurren a la vista y bailan en el viento. Por un instante, el ruido de las olas parece ganar la batalla al rugido de la carretera. Es entonces cuando escucho a una chica joven que, a un par de pasos de mi posición, hace aspavientos con los brazos. Su airado tono de voz la convierte en un agente patógeno dentro del paisaje. No acierto a saber de qué diablos está hablando, pero sí la respuesta del hombre que la acompaña.
— Vas apañada si piensas que voy a estar todas las vacaciones en vela porque tú quieras llegar a las tantas de la madrugada —dice desde la toalla.
La niña pone los brazos en jarra.
— Pues la próxima vez, ya sabes: me dejas que me vaya con mis amigas a Ibiza y os venís mamá y tú solos.
— No te lo crees ni tú. Y sigue así, que a lo mejor te pasas lo que queda del verano trabajando con tu tío Alberto en la ferretería.
Aquella última frase provoca en la joven un gesto de resignación y rabia. Después aprieta los labios como si estuviera a punto de hacer pucheros y se sienta dejándose caer con brusquedad en la toalla. Queda de espaldas a mí y observo que baja la cabeza. Va a romper a llorar, deduzco. Pues no.
Sin pausa de transición entre lo que acaba de ocurrir y una realidad oculta que está a punto de sorprenderme, se eleva por encima de su cabeza una mano con un teléfono móvil. La chica se gira sobre sí misma —sin apartar la mirada de su propia imagen en la pantalla— hasta que el mar adorna el fondo. La foto del verano. Entonces, como si el aparato fuese una suerte de portal que la hubiera transportado a un mundo paralelo de vidas divergentes, la protagonista esboza una enorme sonrisa perfecta, falsa y bella, y aprieta el botón. Pone morritos sensuales y aprieta el botón. Se pone el pelo sobre media cara, se aprieta el escote, ladea la cabeza, finge cara de ser muy inocente y aprieta el botón. Después baja el móvil y teclea con agilidad. Calculo que las fotos estarán en su red social en cuestión de instantes. El ceño de resignación, nada más levantar la mirada del móvil, me indica que está de vuelta a este mundo. Se levanta y se va a dar un baño.
— Las vacaciones con vosotros son un coñazo —dice al regresar.
Después revisa su móvil y sonríe. Al menos una de las dos se lo está pasando bien, concluyo.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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