Se llama David y calza 20 años. Tras el cariñoso estrechón de manos, parece tímido y callado cuando me lo presentan. Le percibo cercano, amable y sonriente, con ademanes de buen chico, pasados los minutos. Se expresa con la debida naturalidad, pero sin aspavientos. Parece recién duchado. En su físico asoman ciertos rasgos anglosajones: su pelo rojo y su piel repleta de pecas, jirones de la historia que se han ido colando en el ADN de tantos gaditanos. David vive en La Línea de la Concepción, en el entrañable barrio pesquero de La Atunara. Ni estudia ni ‘trabaja’. No es un nini. Es contrabandista de tabaco en el rincón olvidado de España.

El mejor local del peñón

Para ir de La Línea a Gibraltar sólo hay que atravesar una calle que se llama aduana. El hecho de que sea más fácil entrar que salir ya es un síntoma. Para pasar a tierras británicas sólo tengo que insinuar mi DNI al Policía Nacional que está a este lado y al ’Bobby’ que me saluda desde el otro, en el interior de una cabina, justo antes de salir de la frontera. Podría haber llevado la documentación de mi madre y no encontrar obstáculos.

Entre la aduana y las calles gibraltareñas está el aeropuerto, pero lo primero que veo es una fila de personas que hacen cola para ser atendidos en un pequeño quiosco que ocupa una posición privilegiada. Antes que el aeropuerto. Antes que la primera cafetería. Antes, incluso, que la primera parada de autobús y el primer semáforo. Si vas a pie, es el último lugar por el que estás obligado a pasar antes de usar otro medio de transporte con el que cruzar el aeropuerto. Su cartel no deja lugar a dudas: Smoke Kiosk. Quiosco de tabaco.

Hoy un cartón de Nobel cuesta en cualquier estanco español más de cuarenta euros. Acabo de comprar dos por lo que vale uno al otro lado de la aduana. En el centro de Gibraltar se pueden encontrar hasta cincuenta céntimos más baratos. La diferencia está en los impuestos, que dejan la nicotina del peñón más barata, incluso, que la que se puede encontrar en cualquier tabaquería de Londres. Todo un lujo que saben apreciar los que, delante del resto de la gente y sin ningún pudor —como si se atasen los zapatos—, abren los cartones que acaban de comprar y esconden las cajetillas en sus bolsillos y entre su ropa. La mayoría han venido a comprar en bicicleta. Así es más probable que no te paren para registrarte

En principio no es tan fácil. Una persona no puede pasar desde Gibraltar a España más de un cartón al mes. Aunque, tras una polémica y discriminatoria medida de Aduanas, los campogribraltareños sólo tienen derecho a cuatro cajetillas mensuales. Me lo cuenta el dependiente del quiosco antes de darme dos bolsas y recomendarme que, de los dos cartones que he comprado, uno lo lleve yo y otro la persona que me acompaña. Las bolsas son negras. Otro síntoma. O no. Porque es el azar, vestido de agente de aduanas de la Guardia Civil, el que decide si sales de Gibraltar dando cuenta de lo que llevas en la bolsa. A mí me piden amablemente que pase por ventanilla para registrar mi tabaco. Mi acompañante, que camina a sólo un metro detrás de mí y lleva la misma bolsa negra, pasa sin que le digan nada. Ella podría volver al coche, dejar el cartón y volver a por otro sin problemas. Podría repetir la acción hasta que el azar, vestido de agente de aduanas de la Guardia Civil, le pidiese pasar por ventanilla. Un negocio.

Nicotina que da vida

Después de un paseo por Gibraltar, cuando vuelves a suelo español, percibes con más claridad el ambiente que te rodea a poco que lleves los ojos bien abiertos. Adviertes que el tabaco allí, más que un vicio, es un estilo de vida. Una joven canturrea al pasar junto a mí por el paso de cebra, en dirección a la aduana. Llama la atención a un señor de unos cuarenta años que se vuelve montado en su bicicleta, los bolsillos traseros de sus tejanos con sendos bultos cuadrados —dos paquetes en cada uno, calculo—. “¿Quién está?”, pregunta la joven. “Toro Salvaje”, contesta él. Más tarde David me contará que ese es el apelativo por el que aquellos que se dedican al menudeo de tabaco se refieren al Guardia Civil que hoy está de turno, el mismo que me pidió que pasara mi cartón por ventanilla. Todos los agentes tienen el suyo. Están el Shakira, la Octopussy, el guapito o el Mediavista. Cada mote lleva aparejado el nivel de rigurosidad o de simpatía del agente en cuestión.

El tabaco que sale de Gibraltar por la aduana, principalmente a pie, en bicicleta o escondido tras las pastas de las motocicletas y los coches, está destinado al menudeo. El margen de beneficios para lo que cuesta sacar un cigarro es bajo: de quince a dieciocho euros por cartón si se consigue colocar a buen precio. Es por mar o corriendo playa a través, hacia la verja que separa ambos países, dónde está el verdadero negocio. Pero aquí también hay competencia. El desempleo provoca que cada vez más jóvenes compartan sus ahorros para comprar una embarcación —a veces se tienen que conformar con un pequeño bote de escasa potencia— con la que traer a España cajas completas de tabaco gibraltareño. En cada caja entran unos 100 cartones de media. Palabras mayores. Y beneficios.

De vuelta al barrio de La Atunara, la madre de David me cuenta que hace unos días llegó a casa en calzoncillos y totalmente empapado. “El pobre venía hecho una sopa. Con el frío que hacía”, dice. “Tuvo que salir nadando para que no le pillasen los guardias de Gibraltar”. Cuando termina de hablar mira a su hijo y en su mirada veo lógico miedo. Pero también un extraño orgullo de madre. Al fin y al cabo, el contrabando es un estilo de vida asumido en este lugar y practicado desde la ocupación de Gibraltar. En aquel entonces se traficaba con productos que escaseaban en España: azúcar, café, licores y tabaco. Como el tono del pelo y las pecas de David, el negocio del estraperlo fue ocupando su hueco en el genoma de la gente de La Atunara.

“El Guardia nos estaba esperando”, añade David, “agazapado detrás de unos arbustos». «Dejé todo y cruce nadando. Pude haberme traído algo, porque el torpe se empezó a tropezar y casi se cae”, dice. Su risa muestra al niño que aún es, pero esconde el miedo. “Prefiero que me pillen aquí, en España. Si me pasa al otro lado me llevarían al calabozo y allí no sabes cuánto tardas en salir. Al ser extranjero es un lío”.

Mientras me cuenta esto se sigue expresando con educación, buenas maneras y cierta timidez. Concluyo que, definitivamente, es un buen chico que podría estar trabajando en la tienda de la esquina, por ejemplo. Pero no son buenos tiempos y el propietario de la tienda de la esquina me cuenta que le compra el tabaco a David para venderlo y poder pagar las facturas. Ahora David vive con otros seis familiares, aún es joven y con el tabaco le basta. Tal vez el día de mañana quiera formar una familia, siga sin trabajo y el tabaco no le alcance. Tal vez las mismas circunstancias que le llevaron a traficar con nicotina le empujen a trabajar otro género y cambiar Gibraltar por Marruecos. En este lado del mundo ese es un paso tan natural como la explosión hormonal de la adolescencia. De momento, ya conoce los riesgos de esa aventura. “Ese es otro mundo. Los guardias de marruecos están locos. Si te pillan de nada sirve nadar. Disparan antes de preguntar. Acabas con un tiro o en la cárcel. O con un tiro y en la cárcel, como le pasó, hace unos meses, a mis dos primos”. Entonces desvía la mirada hacia el mar y entorna los ojos enfretándose al futuro. Pensativo.