Si mirásemos la existencia con un telescopio potente —entiéndase por existencia aquello de lo que está hecha la realidad— nos daríamos cuenta de que hay más agujeros que materia. Veríamos que cada uno de los átomos, que forman el vasto universo, se componen de un diminuto núcleo y electrones que giran, muy lejos, a su alrededor. Ese «muy lejos» es todo un espacio vacío. A nivel atómico, la realidad es, por tanto, un muro con más agujeros que ladrillos.
Dejemos a un lado el microscopio y observemos la realidad a escala humana. Apreciemos que, de igual modo, a este nivel también hay más huecos vacíos que materia. Estos agujeros tienen la capacidad de evocar diferentes sentimientos, pues no es lo mismo asomarse a un mirador de La Alhambra, por ejemplo, que al oscuro pozo del patio de tu abuela.
El agujero de la foto está lleno de contenido. Podríamos pensar que es una ventana, pero si fuese una ventana tendría la ferralla por dentro. Este agujero se asemeja más a una cerradura por la que el pequeño, como Alicia en el país de las maravillas, se hubiera colado para pedirnos que observemos. Escribo que observemos como podría escribir que ayudemos. Para mirar por el agujero de una cerradura hay que ser valiente. Nunca sabes lo que vas a encontrar al otro lado. Usted —o yo mismo— podríamos ver hambre y muerte. Pero dónde yo o usted mismo vemos un genocidio, hay élites que dicen ver parques temáticos y prosperidad.
Olvidemos de una vez el agujero, pues, al fin y al cabo, la realidad también está compuesta de materia. Observemos bien al niño y reparemos en su mirada de estupefacción. Es como si al salir por el agujero hubiese descubierto el espacio vacío que existe entre la conciencia de un líder mundial cualquiera y su propio sufrimiento.
