Somos nuestras palabras
Nuestro vocabulario nos define. Criogenizar es una palabra de nuevo cuño que aún no ha registrado la RAE, pero lo tendrá que hacer. En el diccionario ya estaba criogenia, que tampoco es muy antigua. Leo en las noticias que hay una empresa que ha solicitado permiso para construir el primer cementerio criogénico donde almacenar cuerpos congelados. Es curioso como nuestras palabras pueden definirnos como sociedad, pues que hayamos creado una palabra como criogenizar o un concepto como cementerio criogénico significa que tenemos miedo de irnos para siempre, incluso después de muertos. Aunque la ciencia nos advierta de que al congelarnos el hielo rompe nuestras células y ya no existe vía posible hacia una futura resurrección, preferimos estar congelados en la eternidad, con estalactitas en la nariz y cara de pasar mucho frío, antes que desaparecer en un horno crematorio o, peor aún, en la digestión de un gusano.
Lo paradójico de todo esto es que nosotros nos iremos, pero la que ya no se va a morir nunca es criogenizar, pues las palabras nunca mueren. Algunas veces pasan un tiempo en la nevera, congeladas, pero siempre vuelven. Sus células resisten mejor al frío, digo yo. Por poner unos ejemplos de palabras derrotadas por el desuso, diré que estoy seguro de que, cuando menos lo esperemos, volveremos a usar fiambreras para llevar al guateque la comida que compramos en la tienda de ultramarinos y lo pasaremos fetén con nuestros amigos.
Leo también en la noticia que hay quién pide que lo criogenicen vivo y concluyo que es una estupidez pues, si el hielo destruye las células, es algo así como un suicidio. O peor aún, como matarse en el intento de no morirse nunca. Nos hemos vuelto idiotas. Sólo si fuéramos palabras, pienso, tendría sentido criogenizarse. Llamo la atención de mi tía, que está viendo la tele en el salón, y le pregunto si cuando se muera quiere que la criogenicemos o qué. Ella quiere saber si eso cuesta más que incinerarse y le contesto que supongo que sí, que salir ardiendo es un momento, pero estar congelado hasta la eternidad tendrá sus gastos de mantenimiento. Entonces, a voz en grito y a sus 89 años, me dice que calcule el dinero que pagaríamos por criogenizarla y nos lo gastemos en comprarle botellas de anís y en organizarle comilonas. Que si es por ella, cuando muera podemos tirarla a un pozo. No se sorprendan, en lugar de los ganglios infectados que usted y yo podemos o no tener en las axilas, a mi tía todavía le salen golondrinos en los sobacos.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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