Jindama
Tengo una prima que el mismo día que se casaba se dio cuenta de que la matrícula del coche que había alquilado para ir a la iglesia terminaba en trece. Hoy dice que fue el día más feliz de su vida, pero los que allí estuvimos no olvidamos que llegó a la boda con la misma cara de susto que se fue. Cuando acabó el banquete costó convencerla de que no podía llevar a todos los invitados en coche a su casa. “Por eso he sido la única que no ha bebido”, decía. “Algo va a pasar. Sé que algo va a pasar”, repetía. No pasó nada, si acaso que el miedo y la superstición se divorciaron de su cabeza al día siguiente.
Se acercaba el minuto 80 del encuentro de ayer entre el Atleti y el Bayern. El equipo del Cholo ganaba por la mínima (1-0), pero el partido era apacible, con el rival incapaz y los rojiblancos moviéndose por el campo sin alardes y sin fisuras. Entonces fue cuando llegó la jugada clave. La perla de 21 años del equipo alemán, Joshua Kimmich, se dispuso a dar un pase fácil en el centro del campo. Asomó en él ese síntoma que padecen los jugadores tremendamente técnicos e insultantemente jóvenes: olvidó que más sabe el diablo. Decidió golpear el balón de forma sutil, precisa y casi artística para dar un pase que pensaba sencillo e inalcanzable. Gabi, veterano centrocampista atlético, apareció de la nada para llevarse el balón del alemán a la vez que le hacía un favor: desde entonces, Kimmich es un poco más viejo y mucho más sabio.
Entonces llegó el golpe. No fue el Bayern. Fue Jorge Valdano. Tras la jugada, el argentino –comentarista ayer en la retransmisión de Bein Sport– quiso resaltar el desempeño de los mediocampistas rojiblancos y dijo que era inmenso el trabajo que estaba haciendo esa noche el centro del campo «del Real Madrid”. Un desliz fatal. Noche de Champions, tramo final del partido y mínima ventaja rojiblanca. Valdano con la soga en casa del ahorcado. Miedo y superstición. Con lo tranquilos que estábamos.
Lo que tienen las supersticiones –como los malos recuerdos de las finales– es que se te cruzan cuando menos las esperas. Te inquietan aunque no creas en ellas. Por ejemplo, yo no creo en cenizos, pero propondría un estudio riguroso sobre Valdano. Por si acaso. Nada más decir aquello por la tele, el Bayern se hizo con el balón y enlazó un par de paredes en la media corona atlética que Robben (ex madridista, para más susto) a punto estuvo de culminar en empate. Después hubo un penalti a favor del Atlético. Griezmann, al igual que en aquella pesadilla de mayo, fue el encargado de ejecutarlo. Antes de que cogiera carrerilla ya sabíamos que, de la misma manera, la estrellaría en el larguero. El desastre. Después el árbitro descontó cinco minutos y juraría -o a lo mejor fue cosa de Valdano- que el Bayern sacó 20 córners en el minuto 93. El horror.
Cuando mi novia llegó a casa me encontró inmóvil en el sillón. Yo permanecía con la mirada fija en la tele y me frotaba las palmas de las manos contra mis piernas. Ya hacía media hora que el partido había acabado y continuaba esperando -aún lo hago- que el Bayern empatara el partido. Desde entonces yo no soy yo. Soy mi prima.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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