Aprensión
Tenía pensado escribir sobre la experiencia de estar siete días sin móvil, pero no he tenido más que un poco de ansiedad provocada por el pensamiento de que no podrían localizarme si alguien en casa salía ardiendo. Lamentablemente para mis intenciones de escribir sobre el asunto –que no para mis deseos–, ningún familiar se incendió, así que la experiencia ha resultado aburrida. Al menos hasta que recibí el mensaje de la empresa de móviles indicándome que habían recibido el aparato y que se encontraba en Eindhoven, esperando ser reparado.
Me sentí extraño, como si una parte de mí, de lo que soy, se hubiera ido a Eindhoven sin avisar. Los datos de contacto de mis seres más queridos y de mis seres más odiados; fotos de mis viajes, de mi familia, de mi casa, de mis partes púdicas e impúdicas y otras que requieren una explicación; conversaciones personales en los más variados contextos; el programita con el que accedo a mi cuenta bancaria; mis llamadas recientes; los apuntes de ideas para próximos artículos e, incluso, la agenda en la que tengo apuntado lo que estaré haciendo mañana se habían marchado a Holanda, dentro de ese aparato que es una parte de mí. Que es casi yo mismo y que almacena más información de mí que la que yo podría almacenar. Ese aparato, a diferencia de mi cerebro, sabe de memoria el teléfono de mi mejor amigo. Sus circuitos contienen mi existencia. Al fin y al cabo, es un reflejo de mí mismo. Cinco médicos me han dicho a lo largo de mi vida que tengo que dejar de ser tan aprensivo, pero pensar que una parte de mí estaba en Eindhoven y la otra, es decir yo, rascándose la barriga en el sofá me provocó un enorme lío mental.
Cuando días después un mensajero me devolvió el móvil, sentí una extraña culpabilidad. Era como haber estado en Eindhoven sin habérselo dicho a mi familia. Quise formatear para borrar cualquier rastro, pero al abrir el ordenador me encontré con un correo de la empresa de móviles indicándome que, ante la imposibilidad de arreglar el aparato que les mandé, me habían enviado uno nuevo. Ese otro yo se había escapado para siempre.
La cosa ha ido a peor. El otro día alguien envió a mi nuevo móvil una foto en la que aparecía yo frente a la Catedral de Eindhoven. Borré la foto para que no se enterara mi familia. Yo nunca he estado en Eindhoven. O eso creo. Estoy confundido.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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