Parapetados
Al principio sólo hubo Dios. Solo y aburrido. Condenado a vivir en el vacío, que es como estar muerto. Tuvo que pensar que esa no era vida para un Dios, y creó la Naturaleza. Como Dios, por el simple hecho de existir, ya había contentado a los creacionistas, la Naturaleza hizo que del mar y de los ríos brotaran los animales y las plantas para que no se enfadasen los evolucionistas. Aquello estaba bien, pues Dios ya podía entretenerse al contemplar como la Naturaleza regaba las plantas y alimentaba a los bichos. Aquello era estupendo.
De entre todos los bichos que poblaban la Naturaleza, había un ‘bicho raro’. Los machos nunca se peleaban entre ellos porque eran simples y sólo pensaban en follar. Las hembras, por su parte, eran tan complejas que siempre se estaban peleando entre ellas. En realidad, todos estaban pensando únicamente en follar. Un desbarajuste, vamos.
Hubo un día en el que los miembros de esta especie -a la que llamaremos por ejemplo ‘humana’- olvidaron que habían nacido por la inercia de la Naturaleza y empezaron a creer que habían sido fabricados por el mismísimo Dios. A la Naturaleza le pareció un agravio y fundó las inclemencias meteorológicas. El paraíso se acabó y surgió la guerra. Los humanos eliminaron bosques y playas para construir ciudades, lanzaron gases para mudar el azul del cielo a gris, usaron máquinas para perforar la tierra y aviones para desafiar las propias leyes de la Naturaleza. Ella escupió tsunamis para inundar hoteles, terremotos para crujir en dos las ciudades, virus que se transportaban en sus aviones y tormentas para derribarlos. Sin embargo, el mayor éxito de la Naturaleza fue engañar a los humanos para que creyeran que todo lo que ocurría era culpa de Dios. Y así, los humanos se convirtieron en el diablo.
Como quiera que el diablo se sentía más desprotegido cuánto más en contacto estaba con la Naturaleza, perfeccionó sus defensas creando ‘el hogar’. Allí, disfrutaba de placeres inútiles pero que ayudaban a estar más lejos que nunca de la peligrosa Naturaleza. De esta manera, el diablo, sin darse cuenta y sumido en el lujo, se ha ido condenando a pasar la mayor parte de su tiempo parapetado entre las cuatro paredes que llama ‘hogar’. Huyendo de Dios y de la Naturaleza. Ahora tiene frigoríficos para comer sin tener que cazar, camas para dormir sin tener que trashumar, televisores para ver sin mirar, redes sociales en las que compartir sin experimentar y hasta blogs en los que escribir la primera gilipollez que se les ocurra.
SOBRE MÍ
En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.
Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.
Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.
Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.
Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.
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